No soy un renegado. Ni tampoco de color verde. Simplemente un melómano que vive enamorado de los recuerdos que se almacenan en un disco desgastado.
Cuando de la universidad lo único de lo que tengo ganas es coger la bicicleta e ir a casa mientras dejo atrás un día agotador. Son las seis y media de la tarde pero parece que son las 2 de la mañana. Tarareo esa melodía que lleva todo el día encerrada en mi cabeza mientras mis piernas hacen su trabajo a duras penas.
Para cuando me doy cuenta estoy en pleno centro de San Sebastián. Justo delante de esa tienda de discos que a duras penas ha capeado el temporal. No creo que encuentre el CD, pero si llevo todo el día con la canción en la cabeza ¿por qué no intentarlo?
Es toda una sorpresa, pero allí está. Ni siquiera he tenido que preguntar. Lo cojo, echo un vistazo rápido a la carátula y para cuando me doy cuenta lo estoy escuchando en mi cuarto. Apenas recuerdo haber volado hasta casa montado en la bicicleta.
Puede que te preguntes que por qué sigo comprando discos, que por qué me paro a buscar algo en una tienda cuando estoy reventado. Parecerá una tontería, pero ese disco de plástico me cambia el día. No es algo que haga a menudo, pero cuando me doy el capricho me sienta genial. Lo se, estamos en 2016. Los CDs y los vinilos ya no son lo que eran desde que que llegó internet pero por muy instantáneo que sea lo digital no transmite las mismas sensaciones.
No soy un renegado de las nuevas tecnologías, pero no pueden competir con el orgullo que me despierta mirar mi colección de música
Si me subscribo a Spotify o Apple Music puede que tenga acceso a todas las canciones del mundo pero ninguna me pertenece. En la carátula desgastada de un disco se almacenan con el paso de los años recuerdos e historias imposibles de asociar con algo etéreo. Claro que también puedo comprar un álbum de forma digital, pero a una serie de unos y ceros no se le puede tener ningún cariño.
No me mal interpretéis, no soy un renegado de las nuevas tecnologías. Aquí me tenéis, escribiendo para El Imperdible mientras escucho música en mi viejo iPod. Lo digital es más cómodo e instantáneo, pero no puede competir con el orgullo que me despierta mirar a mi balda y ver mi colección de música. Discos de todas las épocas, de estilos radicalmente diferentes, con artistas de todas las nacionalidades. Todos ordenados por orden de llegada.
Mi primer disco, aquél que regaló mi aita cuando no levantaba dos palmos del suelo. El álbum que se convirtió en la banda sonora del verano de mi primer beso. Esas carátulas casi roídas de un par de LPs que compré en un mercadillo. La edición especial por la que tuve que mover cielo y tierra para encontrarla… Se que suena demasiado poético, pero que le voy a hacer si soy todo un romántico.