Veinticinco euros tienen la culpa de que ahora mismo este en un avión rumbo a Bruselas.
Veinticinco euros y la insistencia de uno de mis mejores amigos que ahora mismo se encuentra en Lieja de exilio. Pese a que una señora me ha querido robar el sitio al final he ido en ventanilla y las vistas son espectaculares.
Desde aquí arriba puedo apreciar ligeramente la curvatura de la tierra. También puedo ver cómo los mares de nubes se pierden en el infinito, allí donde se terminan de fusionar con la inmensidad del espacio. Desde aquí arriba apenas se diferencia lo que hay en la tierra, a cero metros. No veo las fronteras que aparecen en los mapas, ni tampoco esas diferencias y problemas que muchos consideran insalvables. O eso es lo que pienso hasta que entra en escena el verdadero protagonista del vuelo.
Sinceramente, no sé cómo ha acabado pasando, pero para cuando me he querido dar cuenta y me he quitado los cascos el avión entero ha empezado a oler a chiringuito. Según escucho por los altavoces del avión es el servicio de comida caliente. Entre el olor y el salero del azafato español que tiene el micrófono (qué está vendiendo el menú como si hubiera hecho prácticas en un mercadillo) estoy empezando dudar si voy dirección Bélgica o dirección Málaga. Este azafato es todo un espectáculo. La tripulación parece el casting de un chiste antiguo, uno de esos en los que un francés, un inglés y un español van a algún sitio. Más tarde descubro que nuestro protagonista se llama Aitor, así que no sé qué tal le sentará la nacionalidad que le he puesto. Tampoco me he molestado en preguntarle.
Resulta que ahora también venden «rasca y gana» en el avión. Los premios varían desde un gracias por participar hasta un millón de euros. «¿Qué hacer con un millón de euros? Bueno, por el momento podéis dejar el LowCost y empezar a volar en una compañía de verdad», sugiere el tripulante estrella, «o también puedes comprar tu propio jet privado y contratarme para cantar». No es mala idea, al menos así la ropa no olería como si hubiera cenado en el Kebab de la esquina.

Vuelta a la ventana. Después de un buen rato sobre el mar ya volvemos a ver tierra. Poco a poco vamos descendiendo y puedo ver lo que parecen las primeras ciudades belgas. Estamos descendiendo al mismo tiempo que el sol se acerca al horizonte. Ya queda poco para aterrizar. En cuanto tomamos tierra Aitor, el tipo que ha animado el vuelo, se despide del pasaje deseando que pasemos un buen día en Bruselas. Ante todo es educado, aunque no pierde la oportunidad para sugerir que escribamos a su jefe para decirle que le asciendan. Mientras esperamos a que se abran las puertas se lamenta de que el vuelo haya sido tan corto, apenas ha tenido de enseñarnos su repertorio confiesa.
Apenas han pasado 5 minutos desde que estoy en la terminal y ya he visto a mi primer grupo de militares. Parece que Bélgica sigue en máxima alerta terrorista. Están paseando ataviados con su boina, el rifle reglamentario y un traje de camuflaje que les hace destacar entre la multitud. Su aspecto no puede ser más hostil, sin embargo, su carácter no puede ser más bonachón.
Es hora de terminar por hoy. Un militar regordete me ha indicado donde tengo que coger el bus hasta la estación de tren. Me ha dicho que corra si no quiero perderlo. En cuanto pongo un pie fuera de la terminal sé que le voy a hacer caso. En esta ciudad hace tanto frío que hasta los pingüinos llevan bufanda.